Thursday, September 21, 2006

Senectud

La gente es muy indiscreta. Y muy osada. ¿Un ejemplo? Muy bien, pedid y se os dará. Hoy es mi cumpleaños. Mi sobrina, tan mona, me dijo el lunes: “Uy, tienes todo el pelo blanco. Pareces un viejito”. Y lo parezco. Trato de mentir sobre mi edad, pero la gente, inevitablemente, o bien acierta o... ay, Dios mío... me echan dos años más. ¡Y hasta tres! En fin, el caso es que justo cuando tienes un Trauma con T de Telva, viene alguien a darte un beso y, a continuación, con una sonrisa de raja de sandía, te escupe: “¿Cuántos?”

Yo sonrío. Sonrío, sonrío, sonrío. Pero una chica no puede pasarse la vida riendo.

¿Cuántos?

No me obsesiona la juventud. Pero sí me obsesiona la belleza. Una lectora de otro blog me reprocha que soy un poco monotemático con el capítulo Belleza, monotemático hasta el punto de lo patológico. Pues sí, es verdad. Y cuando la belleza para ti es una especie de religión laica –no hay oxímoron que valga cuando suplantas a Dios por un mamarracho (tú)–, cuando las arrugas dejan de ser “de expresión” para ser simplemente arrugas, cuando el singular aplicado al sustantivo pelo empieza a ser algo cruelmente literal… En fin, cuando empieza uno a sentirse como una ruina –seguro que Pompeya o Herculano empezaron a sentirse ruinas antes de serlo–, no tiene muchas ganas de reír. Más que nada porque te salen patas de gallo. Más.

¿Cuántos?

Verás, querida, una dama nunca revela su edad. Ni su talla. Por eso no desfilo en Cibeles…

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